Después de comer cantidades ingentes de queso feta y pepino, de encontrar cacas de conejo en la comida, de sentir esa sensación de liberación (no espiritual, sino más bien físico-climática-corporal) a la salida de cada monasterio, después de perder la cartera a la ateniense, de poner una denuncia a la homérica, de recorrer la calle del puerto de Quíos catorce veces, de sufrir la omnipresencia de la pantagruélica Bernarda y sus multiplicadas y metamorfoseadas hijas de nacionalidad griega, después de ''hacer culo'' en el Mar Egeo, de ''recitar'' sin gafas ni gracia a Homero en el trono de conferencias de la Bernarda, de ver CINCO cariátides de las buenas (la que hay en el British es de plástico, me he informado), de aprender a decir ''por favor'' y ''gracias'' en griego moderno para luego confundir las dos palabras, de comprobar que la Biodramina no sirve para nada, de escuchar la voz de Borges en pleno mareo marítimo, y sobre todo, después de contemplar la Aurora de dedos de rosa en la mismísima Grecia, creo que ha llegado el καιρός de este poema de Blanca Andreu.
La copa blanca
Me he preguntado muchas veces por qué llevo Grecia en el alma
y cuánta gente guarda una Grecia atesorada en su interior
si es asunto de soñadores o también de los ferroviarios
si es algo propio de poetas
(por ejemplo de Sebastián o la Jonia de su cabeza)
o también los músicos.
¿Y qué pasa con los notarios? ¿Tienen sus Grecias escondidas
entre las pilas de legajos como un blanco secreto azul?
¿Tienen sus Grecias los franceses?
¿Y qué me decís de la monjas?
Yo guardo mi Grecia soñada fundida con la que aprendí
contemplando sus olivares como mantos desde la altura.
Blanca Andreu
Con una sonrisa y alas de plata.