lunes, 23 de enero de 2012

Tántalos, trenes y tréboles

(...)Como por sobre ascuas tendré que decir que la colocaba todos los días próxima e intocada de los rayos del sol y tenía la prolijidad dee crueldad de alejarla con el avanzar de la mancha del sol. Apenas la regaba para que no muriera y en cambio la rodeaba de recipientes de agua y había inventado fieles rumores de lluvia y lloviznas vecinas que no llegaban a refrescarla. Tentar y no dar. El mundo es una mesa tendida de la Tentación con infinitos embarazos interpuestos y no menos variedad de estorbos que de cosas brindadas. El mundo es de inspiración tantálica; despliegue de un inmenso hacerse desear que se llama Cosmos, o mejor, la Tentación. Todo lo que desea un trébol y todo lo que desea un hombre le es brindado y negado. (...)

Tantalia, Macedonio Fernández


Recuerdo haber leído en el tren este cuento cuando viajar en tren era todavía extraño y la vida sucedía únicamente fuera y no al contrario. Creo que cuando uno viaja en tren se abandona un poco y cambia. Esto me hace pensar que Heráclito fue maquinista en otra vida. A este amodorramiento espiritual y trenístico contribuyen varios fenómenos aparentemente -y supongo que también profundamente- idiotas. En primer lugar, uno sube al tren totalmente resignado a ser transportado por alguien que ni siquiera conoce, oculto por esa cabina milimétrica en la que nadie se fija en el momento de subir -por si acaso se va el tren- ni en el momento de bajar, porque cuando en la vida real uno llega a su Ítaca diaria no existen amaneceres prorrogados, ni Kavafis que te recuerden que lo importante es el camino, ni probablemente Penélopes dispuestas a escucharte. Se vuelve a producir el efecto instruccionesparadarcuerdaaunreloj. Tú no compras el billete, sino que el billete te compra a ti. Tu control y libertad sobre la situación quedan reducidos a elegir parada (y ni eso si es Civis) y asiento. En segundo lugar, el paisaje que parece ser atravesado en línea recta (creo que esa gente que dice que nota cuándo gira un tren, miente) al cabo de los días se deja de observar porque uno cree ser Funes y cree haberlo retenido todo y cree no encontrar nada nuevo, pero los Funes no existen. En tercer lugar, aparece en el pasajero experto una cierta indiferencia a las respuestas emocionales de los compañeros de vagón. Ir acompañado en un tren es tan silenciosamente peligroso que finalmente, a fuerza de peligrosidad, deja de serlo. Se instaura una ley tácita que dice que todo lo que uno ignore o moleste en el tren a un compañero queda perdonado. Se sobreentiende que es un momento difícil en el que no hay otra salida que estar sentado al lado de ese alguien. Siempre se puede huir, sí, pero nadie asegura que los peligros de otro vagón sean inferiores a esos. Y además, está feo. En definitiva, un viaje en tren no es comparable a uno en autobús o en coche. Y a pesar de que se nota cierta ira por mi parte en cuanto al tema, creo que en lo que llevo de viaje(s) he recolectado momentos buenos. El problema es que sólo recuerdo uno, porque yo tampoco soy Funes ni -creo- me gustaría serlo. Con los personajes de Borges siempre ocurre lo mismo, no sabes si te reportaría más felicidad o desgracia haber sido ellos. A lo que iba, recuerdo una conversación sobre París y sobre el desayuno del Louvre y sobre más cosas que sí he olvidado. Y tengo la certeza de no hubiese podido ocurrir en la vida real, sólo en los trenes.
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Me concedo la crueldad
de ser un breve Tántalo.
Alargo el brazo
y me retrocedes.